Se daban casos espeluznantes en el siglo XVIII de personas enterradas vivas porque los médicos no tenían la capacidad de asegurar que alguien estaba verdaderamente muerto.
¿Cuáles eran los indicios ciertos de que alguien había muerto? Y, consiguientemente, ¿cuándo se estaba seguro de que a uno no le enterraban vivo?
Fray Benito Jerónimo Feijoo, que sentía que la muerte le rondaba a causa de su avanzada edad, por más que examinaba el asunto a la luz de la razón y tras haber realizado personalmente una serie de experimentos, no las tenía todas consigo.
Ni las personas más notorias con los mejores médicos a su servicio estaban libres de ser dados por muertos antes de tiempo.
Esto era algo que quedaba demostrado con la historia verídica del cardenal Espinosa, al que la Muerte pareció que había estado esperando pacientemente para demostrarle que nadie se libraba de sus garras.
Efectivamente, el cardenal Espinosa por poco no fue enterrado antes de nacer, pues los médicos certificaron que su madre había muerto y “le dio a luz estando en el féretro para ser enterrada”.
La madre vivió catorce años más y, mucho tiempo después, su hijo vistió la púrpura cardenalicia. El caso es que, contaba espantado el padre Feijoo, un día al cardenal Espinosa le dio un “síncope profundo”, y los médicos dijeron que había muerto, y…
«… dándose prisa en embalsamarle, fue llamado un Cirujano para abrirle. Pronto éste a la ejecución, le rompió el pecho: y al mismo tiempo el Cardenal excitado del dolor, alargó la mano a detenerle el brazo. Ya estaba hecho todo el daño.
El corazón se notó palpitante después algún tiempo: mas finalmente el cuchillo Anatómico hizo él luego verdadera la muerte, que antes era sólo aparente.»
También fue terrible, pero con final feliz, lo que le sucedió a un condenado que sobrevivió a su propia ejecución.
Tras ser bajado de la horca, un médico apreció algunos indicios de vida en el ajusticiado. Las autoridades dispusieron que el reo fuera depositado en una cama y que varios guardias lo vigilaran, no fuera que al despertar se escapara. Y entonces…
«… los guardas, por no estar ociosos, echaron mano de la baraja para ocupar aquel rato. Estando jugando ellos volvió en sí el ahorcado, el cual según contaba después, como tenía aún la imaginación llena de las cosas que le había dicho el Confesor en aquel trance, de las cuales una era que luego que saliese de esta vida, entraría en la eterna Bienaventuranza.
Al punto que revino del deliquio, creyó estar ya en el Cielo, aunque le sorprendió ver jugar a los guardas, extrañado que en el Cielo hubiese juego de naipes. Mas entrando luego en conocimiento de la realidad, tuvo arte para escapar de los guardas y entrar en un Convento donde tomó el Hábito.«
Como el muy bien informado padre Feijoo atestiguaba en su discurso Señales de muerte actual, los médicos de la época se basaban en la “falta de respiración, sentido y movimiento” para dar por muerto a un sujeto.
Ahora bien, según algunos estudios y la propia experiencia del padre Feijoo, estas señales eran falibles. Quien creyera que una persona estaba muerta porque no respiraba durante varios minutos, es que no sabía que los buzos orientales que se dedicaban a la extracción de las perlas eran capaces de pasarse “una hora y más” en los fondos marinos, y que hubo un siciliano, el famoso Nicolao el Pez, que estuvo varios días seguidos bajo el agua, “sustentándose entretanto de peces crudos”.
Feijoo mismo comprobó que poner un espejo delante de la boca del finado por si lo empañaba con su aliento no servía para nada, porque una vez él se lo puso “deteniendo la respiración, para que saliese con mucha demora” y el cristal no se empañó.
Tras mucho cavilar Feijoo llegó a la conclusión de que la mejor manera de saber si alguien había muerto consistía en comparar la temperatura del cuerpo humano con otro cuerpo, “que en humedad y densidad difiera poco del cuerpo humano”.
Y como parecería cruel y caro matar un animal cada vez que hubiese que realizar esta comparación, sugirió a los médicos que utilizasen una “rama recién cortada de un árbol medianamente denso, y más que medianamente jugoso”:
«Colocada, pues, ésta en la cuadra misma donde está el cadáver, el tiempo que parezca suficiente para que se temple según el ambiente de ella, cuando se hallare que aquel en toda su superficie se representa tan frío como ésta, se puede hacer juicio que salió para siempre del comercio con los mortales.»
La preocupación de Feijoo respondía al gran miedo a la muerte aparente que existía en el siglo XVIII.
Si los médicos daban por muerto a un vivo, podía ser que, como al cardenal Espinosa, a uno lo mataran en las cruentas operaciones que se realizaban para embalsamar a los muertos, o que despertara encerrado en un ataúd bajo varios metros de tierra.
Eran situaciones que se tenían muy presentes a la hora de testar. Varios miembros de la casa real, como la reina María Amalia de Sajonia y su esposo Carlos III, establecieron en su testamento una cláusula en la que se especificaba que no querían que se les embalsamase y que no se enterraran sus cuerpos hasta pasadas al menos cuarenta y ocho horas de su fallecimiento.
Las mismas precauciones las tomaban muchos particulares, como un vecino de Murcia, el cual llegó más lejos que nadie pidiendo que no se le enterrase hasta transcurrido “todo el tiempo que permitiese la estación” y se advirtieran síntomas evidentes de corrupción.
Todavía en el siglo XVIII los médicos obtenían tan pocos resultados y eran tan agresivos, que los pacientes temían llamarlos. “Sangrías, jarabes, purgas, pócimas, ventosas” eran los temibles remedios de la época.
Muchas veces estos remedios eran “más penosos y crueles que la misma enfermedad”, de ahí que se alababa a las personas que, antes de morir, los habían sufrido con paciencia. Para algunos, como el anciano Feijoo, uno de los secretos de una vida sana y prolongada era no tratar con médicos:
«Lo que con muchos acredita mi aparente robustez, y a algunos de éstos lo oiría el padre N., es que nunca me ven consultar al médico ni usar cosa de botica, como hacen los que son algo enfermizos.
Pero esto consiste en que yo sé, y otros ignoran, lo poco o nada que para lo que padezco puedo esperar de los médicos.«
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor