LOS CUENTOS DE LA LECHERA DE LA ILUSTRACIÓN 1/2

¿Cómo conseguir que los españoles se pusieran a trabajar con entusiasmo?  A los ilustrados no les faltaban ideas, algunas un tanto peregrinas.

La Ilustración es uno de los periodos más optimistas de la Historia. Es en esta época cuando se extiende la idea de que uno de los objetivos vitales de cada individuo es alcanzar la felicidad.

Tal es así que en la constitución de Estados Unidos se especifica que la felicidad es un derecho y que el Estado debe poner todos los medios para que este derecho sea efectivo.

El optimismo ilustrado impregnaba todos los aspectos de la vida. La ciencia en breve vencería la enfermedad; los ricos compartirían gustosos sus riquezas; se conseguiría la fraternidad universal y se acabarías las guerras; habría federaciones de países como la Comunidad Económica Europea; etc.

Y, por supuesto, también se alcanzaría prosperidad económica. Solo había que echarle un poco de inventiva para que los ciudadanos sacaran lo mejor de sí mismos y se pusieran a trabajar con entusiasmo por el bien común.

Por ejemplo, Pedro Rodríguez Campomanes, que sabía de las penurias que pasaba el Estado, se frotaba las manos pensando en el trabajo a domicilio.

Se entusiasmaba soñando lo que sucedería si, a partir de los siete años, la mayoría de los cinco millones y medio de mujeres censadas, desde las más humildes campesinas hasta las más encopetadas señoras, ayudasen en la economía doméstica y, por ende, en la de la nación española:

«Puede rebajarse, de las cinco millones quinientas mil mujeres y niñas, un millón y medio de las que aún no han llegado a la edad de siete años y de las ancianas y enfermas que están inhabilitadas del trabajo o no podrán por otras causas dedicarse a él.

Quedarán, pues, según este cómputo, cuatro millones útiles para emplearse honestamente en tales industrias y ayudar al sustento de su respectiva familia

Era una idea magnífica. Si “cada mujer o niña”, incluidas las criadas en sus horas libres, hilara en el torno como mínimo trece onzas diarias, se lograría “un capital inmenso, superior al valor de las Indias”.

Pero ahí no acababa la cosa. Como los hombres sabrían de antemano que podrían convertir en ganancia “el gravamen actual con que casi todo el sexo vive a costa de los hombres en España”, estarían deseosos de casarse.

Y como con cada hijo que tuvieran los padres acrecentarían su negocio familiar, tendrían más hijos. Y como estos hijos estarían acostumbrados a trabajar duramente desde pequeños y tendrían a su vez más hijos laboriosos, España incrementaría rápidamente su población.

Y la producción de hilo sería tan grande, que habría que exportar a otros países, y la balanza de pagos ofrecería un superávit de fábula.

A Campomanes su contacto directo con la realidad no le había quitado las ganas de idear magníficas operaciones.

A Francisco Cabarrús otro político con experiencia, pues había sido gobernador del Banco de España, tampoco paraban de ocurrírsele operaciones brillantes. Sacar a España del atraso era tan sencillo como sumar dos y dos:

«Por una parte tenemos caminos y canales que abrir, ríos que hacer navegables, lagunas que agotar, puertos que construir.

Por otra, tenemos millares de pobres que mantener, y que en efecto mantenemos. Vea vmd. qué operación tan sencilla: combine el gobierno estas necesidades, y ambas quedarán atendidas, mantenidos los pobres y ejecutadas las obras

Había cientos de operaciones por descubrir. En las mismas gentes de España había diamantes en bruto que sólo esperaban ser apreciados y pulidos. Uno de estos diamantes en bruto era la honra.

En un país en que los nobles venidos a menos pasaban penalidades por aparentar que no necesitaban trabajar, orientar la honra hacia la  productividad sería la solución definitiva.

La justicia y la paz

En Inglaterra lo habían comprendido hacía tiempo y no había invento o trabajo que no fuera reconocido públicamente. Bastaba con prometer una medalla y un diploma que se entregaría con todos los honores en público para que, enseguida, los trabajadores se pusieran a competir entre ellos.

Cualquier hecho notable era susceptible de ser premiado: el mejor bordado, el tintorero mejor y más rápido, la joven soltera más obediente, la casada que tuviera más hijos, el joven más sosegado que menos bebiese y menos tacos dijera, el hombre que plantase más árboles, etc..

Manuel Godoy reflexionó mucho sobre el asunto de los premios y concibió “El gran nobiliario nacional”. En todos los Ayuntamientos los alcaldes abrirían un registro en el que se anotaría el nombre de todos los ciudadanos sin excepción alguna.

En el registro, previo examen de las autoridades y los párrocos, los funcionarios apuntarían las acciones honrosas y meritorias realizadas por cada ciudadano:

«Nadie estaría obligado a revelar sus buenas obras y podría hacerlas en secreto; pero sabidas que éstas fuesen con certeza por los Ayuntamientos, las deberían poner de oficio en los registros públicos y aumentar su riqueza averiguando e inquiriendo.

Nueva manera de espionaje nunca usado y policía honrosísima, en vez de la que busca solamente en los Estados delitos y culpables.«

Una vez al año se leerían estas anotaciones en un Consejo municipal extraordinario abierto al público. Los méritos de cada ciudadano serían tenidos en cuenta a la hora de asignar  los  diferentes  cargos  públicos. 

A  aquellos  ciudadanos  cuya  familia  hubiera acumulado muchas anotaciones durante varias generaciones se les entregaría la distinción honorífica de “amigos especiales de la patria” y serían ascendidos a la nobleza.

Manuel Godoy

El Siglo de las Luces fue una época pletórica de optimismo y esperanza en el futuro. Los ilustrados se creían, como en el Renacimiento, capaces de realizar las mayores empresas y de alumbrar lo mejor del ser humano.

El experimentado fiscal Meléndez Valdés atestiguaba este hecho: “Las luces del siglo en que vivimos hacen de fácil ejecución cosas que en otros fueron imposibles”.

Los que habían tenido la suerte de nacer en el siglo XVIII eran conscientes de que se estaba produciendo una serie de cambios irreversibles que anunciaban la etapa más brillante y prodigiosa de la Historia de la Humanidad:

«El (siglo) nuestro será distinguido en la posteridad por el siglo de la inquietud. Las Artes, las ciencias, la política, las fortunas de las  naciones  y  de  los  particulares,  todo  está  en  continuo movimiento y agitación.«