LAS MADRES NO CUENTAN PARA NADA DE NADA

Para casarse había que pedir autorización a los padres. La opinión de las madres no importaba en absoluto.

El joven enamorado que, en la primavera de 1776, atraído por los timbales y trompetas, hubiera escuchado el pregón en que se proclamaba la pragmática de Carlos III sobre los matrimonios, se habría quedado con la boca abierta. Habría pensado que Su Majestad daba la razón a los jóvenes en un asunto tan importante en la relación entre los hijos y los padres como el matrimonio.

La ley parecía denunciar la opresión a la que los padres habían sometido a los hijos secularmente y aparentemente recogía las aspiraciones de los jóvenes de casarse con la persona que ellos eligieran.

En el texto legal se decía que los hijos debían buscar el consentimiento de los padres, pero si los padres se negaban a concederlo o se empeñaban en que sus hijos se casasen “sin la debida libertad y recíproco afecto”, los hijos estarían facultados para denunciarlos ante la Justicia Real y en tan sólo ocho días los jueces conminarían a los padres a rectificar públicamente.

Pero era exactamente lo contrario. En la pragmática de Carlos III se había cometido el error de explicar demasiado la excepción que confirmaba la regla, siendo la regla que los jóvenes estaban obligados para casarse a “pedir y obtener” el consentimiento paterno.

Los jueces lo entendieron perfectamente y en todas las denuncias que presentaron los hijos sobre este asunto, fallaron a favor de los padres.

Y, más tarde, para que no cupiera ninguna duda y para acabar de una vez por todas con los litigios que habían ocasionado las contradicciones de la ley de 1766, Carlos IV emitió un decreto en que se decía categóricamente que la decisión de los padres era inapelable y que estos no tenían que dar ninguna explicación a sus hijos.

Efectivamente, la pragmática de Carlos III sobre esponsales, sin quererlo, se había prestado a equívocos. Daba la impresión de que los encargados de redactarla se habían percatado de su dureza y que, al intentar suavizar su enunciado, habían caído en la ambigüedad.

La ley iba contra las aspiraciones de una gran parte de la sociedad, y suponía un retroceso en materias tan sensibles como los derechos de los hijos y las aspiraciones juveniles de fundamentar los enlaces matrimoniales en el amor.

La misma confusión que se había producido al explicar con exceso que los jóvenes tenían derecho a acudir a los tribunales, se volvía a repetir cuando, en la pragmática de Carlos III, se aseguraba que se respetaba la jurisdicción eclesiástica en la administración del sacramento del matrimonio.

Se decía en el texto legal que el rey había mandado expresamente a sus ministros que cuidaran mucho de dejar “ilesa” la autoridad de la Iglesia, y la verdad era que se invadía sus competencias de forma palmaria.

Según la pragmática, la autorización paterna, que hasta entonces era sólo recomendable para casarse por la Iglesia, pasaba a ser preceptiva, lo cual contravenía el derecho canónico vigente desde el Concilio de Trento, cuya validez a este respecto el papa Benedicto XIV había recordado no hacía mucho tiempo.

A partir de entonces, por orden del rey, o los jóvenes se casaban con el consentimiento de los padres, o, aunque la Iglesia lo hubiera tolerado tradicionalmente, no se casaban.

En el decreto de Carlos IV, que venía a completar y aclarar la pragmática de 1776, se decía sin tapujos a los sacerdotes que debían observar la ley a rajatabla y, con este fin, se especificaban las penas que caerían sobre aquellos clérigos que se atrevieran a infringirla:

«Los Vicarios eclesiásticos que autorizaren matrimonio, para el que no estuvieren habilitados los contrayentes según los requisitos que van expresados, serán expatriados y ocupadas todas sus temporalidades».

Es más, en una cédula del gobierno se inventó que los hijos que desobedecieran a los padres en este asunto cometían un pecado que invalidaba la boda religiosa.

En la cédula se razonaba que, por el mero hecho de no honrar a los padres, los hijos estaban en pecado mortal, y que, por lo tanto, se hallaban incapacitados para recibir cualquier sacramento, y menos aún el del matrimonio.

La monarquía absoluta volvía a extralimitarse atropellando la autonomía de la Iglesia en asuntos de conciencia.

Las leyes de esponsales de la Ilustración ponían la autoridad del padre, que no de la madre, por encima de los hijos y de la Iglesia. De hecho, en la pragmática de Carlos III a la vez que se afianzaba la autoridad del padre, se ninguneaba la de la madre.

Se exigía que la autorización la diese exclusivamente el padre, no importando nada el acuerdo o el disentimiento de la madre. Los hijos no tenían ni que consultar a la madre, puesto que sólo debían conseguir el consentimiento del padre. La intervención de la madre sólo sería necesaria si faltaba el padre en sentido estricto.

Salvo la muerte, no se contemplaba circunstancia alguna que imposibilitara al padre ejercer su derecho, como que sufriera una enfermedad que lo incapacitara mentalmente o que estuviera ausente desde hacía muchos años. El padre, en una decisión tan importante, quedaba convertido en juez absoluto.

Los ilustrados y la monarquía absoluta, tan liberales en otros asuntos, en su política matrimonial mostraban su cara más conservadora y restrictiva. Este fenómeno no era exclusivo de España. Al igual que España, Francia e Inglaterra reforzaron la figura del pater familias con una serie de leyes que no temían invadir la esfera privada de sus ciudadanos. Con estas leyes los gobiernos europeos propugnaron que los padres volvieran a tomar las riendas de la familia. Las libertades en las costumbres de las mujeres y la rebelión de la juventud que caracterizaban la Europa del siglo XVIII, fue contestada por los Estados por medio de una reacción conservadora sin precedentes.

En España con las leyes de esponsales también se quería frenar la imparable decadencia y disolución de la nobleza. Los legisladores intentaron impedir los matrimonios mixtos entre burgueses y nobles, también llamados desiguales, una de las pocas vías que tenían los burgueses para acceder al estamento superior.

Se trataba de mantener incontaminada la alta nobleza y con este fin la pragmática de esponsales establecía más condiciones en los matrimonios de los nobles que para el resto de los súbditos del rey.

Una de estas condiciones era que a un noble, que con su enlace causara “notable desigualdad”, se le quitarían automáticamente sus títulos y quedaría desheredado él y toda su descendencia.

Otro requisito, que llama más la atención porque significaba que la corona se entrometía sin contemplaciones en la vida privada de parte de sus vasallos, era que para “conservar en su esplendor” a las familias de la alta nobleza, los hijos de los nobles no sólo debían conseguir la aprobación de sus padres, sino que estaban obligados a solicitar el permiso directamente al rey.

El rey, de este modo, recordaba que los fundamentos del Antiguo Régimen seguían vigentes, a saber, que la nobleza formaba una casta cerrada que dependía enteramente del rey, y que el rey tenía derecho a inmiscuirse en los asuntos privados de los nobles porque formaban una gran familia de la que su majestad el rey era el jefe supremo.

Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor