El zar Pedro cortó masivamente la barba a sus súbditos. En España Carlos III les cortó la capa y les quitó el sombrero.
Un ejemplo de la forma desabrida y brusca en que los gobernantes ilustrados trataron de modificar la mentalidad de los españoles, lo encontramos en el decreto sobre capas y sombreros que desembocó en el motín de Esquilache, que, según Fernando Díaz Plaja, ha sido “la única revolución que ha habido en el mundo por un motivo sartorial”.
El 10 de marzo de 1766 en las calles de Madrid aparecieron unos carteles firmados por el marqués de Esquilache en los que, por decreto, las autoridades les explicaban a sus súbditos cómo habían de vestir:
«Que ninguna persona de cualquier calidad, condición y estado que sea puede usar en ningún paraje, sitio ni arrabal de esta Corte o reales Sitios, ni en sus paseos o campos fuera de su cerca, del traje de capa larga y sombrero redondo para el embozo.»
A la capa, desde ese momento, le debía faltar “una cuarta para llegar al suelo” o ser sustituida por un rendigot o capote con mangas. En vez de sombrero de ala ancha había que llevar peluquín o sombrero de tres picos; sólo a los pobres y los mendigos se les dejaba cubrirse con una montera. Las penas para los contraventores eran muy severas; iban desde la multa y el destierro, hasta la cárcel.
En un principio, el decreto, y así aparecía en su primera redacción, afectaba únicamente a los servidores del Estado, fueran oficinistas o militares. Según los gobernantes italianos de Carlos III, era un desdoro para un representante de una monarquía moderna llevar prendas antiestéticas que ocultaban la suciedad, al servir la capa para tapar el desaliño y la falta de higiene.
Sin embargo, el marqués de Esquilache, al comprobar que había varios bandos anteriores que habían prohibido, para facilitar la labor de los defensores del orden público, el andar embozado con la capa por las calles, decidió aplicar el decreto al conjunto de la población.
Esquilache contaba con el pleno respaldo del rey Carlos III. Carlos III lo había traído desde Nápoles y en él había delegado las tareas más importantes de su gobierno.
Además de haberle nombrado ministro de Hacienda, amplió sus atribuciones confiándole el Ministerio de la Guerra, defraudando y desplazando, de este modo, al marqués de la Ensenada.
Éste desde la “crisis portuguesa”, que le había costado el destierro con el anterior rey, había confiado en desempeñar un protagonismo mayor en la nueva corte.
Carlos III pareció dispuesto a tenerlo en cuenta en su primer gobierno, pero Ensenada, uno de los más resueltos valedores del partido de los corbata, no había encontrado mejor forma de acercarse a su majestad que hacerle magníficos regalos que hicieron pensar que, más que solicitar el favor real, presumía de su poderío.
Los alguaciles siguieron al pie de la letra el decreto de Esquilache. Acompañados de sastres procedieron con diligencia a requisar en plena calle los sombreros y a recortar las capas de los madrileños. No en vano, el bando decía que las “penas pecuniarias” habían de repartirse “por mitad” entre los pobres y los alguaciles que hicieran la aprensión.
Según un testigo de la época, “por lo que toca a sombreros, todos gruñen, pero lo que les llega al corazón es cortar las capas”. La exasperación fue creciendo ante un decreto que hería el amor propio del pueblo y que atentaba contra costumbres muy arraigadas.
El Domingo de Ramos, los majos procedentes de los barrios de Lavapiés y de Maravillas se concentraron para celebrar la procesión del día.
Un choque con unos soldados transformó la multitud en una turba, la cual al grito de “¡Viva el rey, muera Esquilache¡” se dirigió a la Casa de las Siete Chimeneas, residencia del odiado ministro. El palacio fue saqueado e incendiado. Uno de los criados de Esquilache fue vapuleado por el mero hecho de vestir una librea.
Al día siguiente, Lunes Santo, la muchedumbre armada se había congregado frente al Palacio Real. Antes se había producido un altercado con la Guardia Valona, formada por franceses y alemanes, en el que habían muerto varias personas. El padre Cuenca, un fraile que solía predicar en las plazas, fue el encargado de llevar a las autoridades las exigencias de los madrileños: que el gobierno de su majestad sólo debía dar cabida a ministros españoles; supresión de la Guardia Valona; anulación de la orden sobre capas y sombreros; rebaja de los alimentos de primera necesidad; y, por último, que el rey lo ratificase públicamente.
En el interior del Palacio Carlos III rey escuchaba a sus consejeros. Algunos opinaban que el rey no debía aceptar tamaña humillación y le empujaban a acabar con el levantamiento a cañonazos. Otros, por el contrario, abogaban por las peticiones del gentío y, frente a los partidarios de la solución militar, sostenían:
“Algunos de estos señores han propugnado la fuerza porque no han tenido el suelo español por cuna”.
El rey se inclinó por la solución pacífica y concedió cuanto se le pedía. Tuvo que salir por dos veces al balcón de la Armería para confirmarlo. Por la noche, el pueblo se congregó de nuevo ante palacio, esta vez para rezar un rosario y cantar una Salve.
El motín había concluido, sin embargo, otros levantamientos populares comenzaron en varias regiones pero por otros motivos, siendo el principal la carestía de víveres. Mientras, se iniciaron las investigaciones para averiguar quiénes habían sido los instigadores del motín en Madrid.
Hubo algunos que afirmaron que el marqués de la Ensenada había pagado generosamente a algunos provocadores y, de hecho, los amotinados habían clamado que lo querían ver en el lugar de Esquilache.
El marqués de la Ensenada acabó desterrado en Medina del Campo y allí permaneció hasta su muerte.
Carlos III no se arredró mucho tras los motines. Después de que estos quedaran sofocados, sacrificó a Esquilache, pero elevó al poder a dos golillas, Rodríguez Campomanes y José Moñino, que mientras estuvieron juntos pusieron en jaque a los que se atrevían a oponerse a la Ilustración.
Rápidamente, Campomanes realizó un informe, de muy dudosa objetividad, en el que implicaba como incitadores del motín de Madrid a los jesuitas, la orden religiosa que más poder había alcanzado con los Austrias y que dirigía los Colegios Mayores en los que se educaban exclusivamente los nobles.
El clima internacional (expulsión de los jesuitas de Portugal y Brasil en 1759, y de Francia en 1764) contra la orden fundada por el español San Ignacio de Loyola allanó el camino para que José Moñino, nombrado embajador en Roma por Carlos III, arrancase del papa Clemente XIV la disolución de la Compañía de Jesús, acción que le fue recompensada por el monarca con la concesión del título de conde de Floridablanca.
Paralelamente, los Colegios Mayores primero fueron reformados, más tarde se les recortó la financiación y, finalmente, fueron suprimidos.
Los golillas habían ganado la partida. Con el apoyo del rey, los hombres maduros que detentaron el poder en el siglo XVIII se quisieron constituir en el referente de la sociedad.
Se creyeron autorizados para imponer sus criterios sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. El problema era que carecían de base social, y, a veces, parecía que gobernaban en un mundo imaginario.