LAS GUERRAS DE LOS SASTRES. 1/2 CORBATAS CONTRA GOLILLAS

Había dos bandos de poder en el siglo XVIII que se caracterizaban por su forma de vestir.

La xenofobia contra lo francés de gran parte de la sociedad española no respondía a que se hubiera producido una inmigración masiva de franceses, sino al hecho fundamental de que en una Europa afrancesada el trono lo ocupaba una dinastía gala que se sentía ajena a España y a lo español.

Esto se apreciaba en que los reyes Borbones, tras la Guerra de Sucesión, prefirieron para gobernar a extranjeros, sobre todo a franceses, aunque también a italianos y hasta ingleses, antes que a los nobles españoles, los cuales durante siglos habían ejercido las   responsabilidades   del   gobierno   y   los   puestos   más   importantes   de   la administración.

Felipe V

En la Guerra de Sucesión bastantes nobles habían defendido la causa del pretendiente de la casa de los Austrias que fue derrotado por Felipe V. La humillación de los grandes de la nobleza tras la derrota se materializó en varias confiscaciones y en que sus deseos de volver al gobierno fueran juzgados intolerables por el equipo de políticos franceses que acompañaba al nuevo monarca.

El rey de Francia, Luis XIV, que fue el verdadero monarca de España en los primeros años del reinado de su nieto Felipe V, le escribía a éste el 2 de septiembre de 1705:

Debes conservar a los grandes todas las prerrogativas exteriores de su dignidad, y al mismo tiempo excluirlos de todos los asuntos que, conocidos por ellos pudieran aumentar su influencia.

La maquinaria propagandística de los Borbones insistió en que los aristócratas españoles ya habían demostrado su incapacidad con creces, y que había sido mejor para España que los Borbones hubieran desbancado a los Austrias.

Acabaría siendo un lugar común el que la desastrosa política de la dinastía de los Austrias, y consiguientemente de la nobleza española, habían convertido al Imperio español en “el esqueleto de un gigante”. Esta visión interesada de la decadencia de España la repetían todavía a finales de siglo ilustrados como Antonio Capmany:

— ¿Qué era de toda España antes de que subiera al trono la augusta Casa de Borbón?

— Un cadáver, sin espíritu ni fuerza para sentir su propia debilidad.

En el siglo XVIII con cada cambio de gobierno y con cada sucesión en el trono, despertaba la esperanza de que los reyes acabarían llamando de nuevo a los aristócratas españoles. Sin embargo, la decepción llegaba en cuanto comprobaban que, si no eran los franceses los que ocupaban la dirección del Estado, lo hacían los italianos.  Todavía en el año 1759, año en que ocupó el trono Carlos III, éste encabezaba su primer gobierno con un napolitano, Esquilache, como superministro de Hacienda y de Guerra, y con el genovés Grimaldi como secretario de Estado.

El conde de Aranda

Pero es que, además, cuando los Borbones escogían españoles para gobernar preferían a unos advenedizos de segundo orden en vez de a los verdaderos aristócratas. Efectivamente, para la renovación de España los nuevos reyes quisieron contar con personas preparadas en cuestiones administrativas, y con ese objetivo acudieron a una serie de profesionales de la pequeña nobleza que simpatizaba con el moderno espíritu burgués. Como pertenecían a familias de pocas rentas, se habían tenido que formar en colegios de segunda categoría y en las universidades públicas. En ellas habían elegido, sobre todo, la carrera de Derecho, lo que les había llevado a ir copando la burocracia del Estado.

Felipe III

La pugna entre esta clase en ascenso y la alta nobleza se manifestaba en la forma de vestir tanto en las ciudades universitarias, como en la administración. En las universidades la pugna se daba entre los manteístas y los colegiales.  Los colegiales eran los estudiantes más privilegiados y recibían su educación en los Colegios Mayores regidos mayoritariamente por los jesuitas. Los manteístas, en cambio, eran universitarios que, al no haber sido admitidos en los Colegios Mayores, no tenían un puesto garantizado en el Estado, y se les llamaba así porque vestían una larga capa o manteo.

En la corte y en los organismos oficiales la pugna giró en torno a otro complemento: el bando de los más humildes seguía con la antigua golilla, mientras que el bando de los grandes nobles lucía una prenda más moderna, la corbata o garnacha. Dado que las hostilidades entre ambos bandos llegaron a ser muy enconadas, se ha hablado del partido de los golillas o manteístas y del partido de los colegiales o garnachas.

Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor