La familia y la comunidad se encargaban de que en la enfermedad y en el entierro siempre se estuviera acompañado.
En una buena muerte nunca se estaba solo. Antes y después de la muerte era imprescindible que hubiera personas ayudando y organizándolo todo. Especial importancia tenían las mujeres desde que alguien caía enfermo hasta las visitas de pésame tras el entierro. Aunque su intervención quedara en segundo plano, la muerte estaba tan asumida en la vida de las mujeres, que los ajuares que llevaban al casarse contenían telas y toallas bordadas destinadas a este fin.
Las servicios de las cofradías de Misericordia
A nadie, ni siquiera a los pobres, se les dejaba que murieran ni fueran enterrados en soledad. Por el contrario, la muerte era un suceso dado al bullicio. Para asegurar la buena muerte y el acompañamiento estaban las cofradías de Misericordia, tan comunes en España que no faltaban en ningún pueblo. Las cofradías eran organizaciones religiosas de asistencia mutua para prestar ayuda en caso de enfermedad o desgracia y, sobre todo, en caso de muerte.
Una característica de las cofradías que molestaba profundamente a los ilustrados por su inquina a las manifestaciones de religiosidad popular, era la clara vocación de las cofradías de ocupar la calle con cortejos, rondas petitorias, estandartes, procesiones, rosarios, etc.
Cuando más se notaba la presencia de las cofradías era en el séquito o cortejo funerario]. A pesar de que el orden de la procesión estaba prefijado de antemano, a causa del afán de protagonismo de las cofradías, se daban frecuentes discusiones entre éstas y los sacerdotes. Por lo general, abrían paso dos filas de hombres; después iba el féretro rodeado por los clérigos; tras ellos el duelo, formado por pobres de algunas instituciones de caridad y los cofrades con sus distintivos, y por último las mujeres.
El número de pobres guardaba relación de alguna manera con los doce apóstoles (12 pobres, igual que apóstoles; 24 pobres, doble; 6 pobres, mitad; 18 pobres, igual más mitad de apóstoles; etc.). Los pobres podían ser niños si se quería significar la pureza, o viejos porque estaban más cerca de la muerte, o combinado de niños y de viejos. Los viejos que iban en los cortejos se solían elegir en los Hospicios, y, como contaba Torres Villarroel, había verdaderos especialistas en suscitar emociones funerarias:
«Yo, señores, en el tiempo que se morían los hombres honrados con más vanidad, fui ayudante de lágrimas, despertador de sollozos, recuerdo de calaveras y silencioso predicador de muertes futuras; pues con la muda plática de un paño negro parlaba a los ojos lo infalible de la eternidad, movía la lástima y despertaba los letargos de la distracción, y recordaba el Juicio Final.»
Una despedida multitudinaria
Resultaba, por otra parte, obligatorio para los familiares y los conocidos hacer acto de presencia en todo el proceso que implicaba la muerte, desde que se caía enfermo hasta el pésame. Pero la cantidad de gente que iba y venía en las casas era tan grande, que algunos la percibían como una molesta invasión:
«Visitar a los enfermos es, no sólo acción de urbanidad, mas también obra de misericordia; mas para calificarse de tal, es circunstancia esencial y absolutamente indispensable, que la visita sirva al enfermo de alivio o consuelo. Pero ¿cuántas reciben de éstas los pobres enfermos? Apenas una entre cincuenta. Los discretos son pocos, y los visitadores muchos.»
Como hacía notar el padre Feijoo, los enfermos, que eran “unos vidrios delicadísimos, que es menester manejar con exquisito tiento”, querían el sosiego de la soledad. También los familiares, tras el fallecimiento de un ser querido, necesitaban estar solos sobre todo cuando se desataban “aquellos rompimientos del alma, que desembarazan algo la opresión del pecho”.
Reivindicando la intimidad en la muerte
A finales de siglo XVIII empezó a molestar la presencia de tanta gente alrededor de los muertos y de sus familiares directos. El gusto por la intimidad, que se estaba desarrollando en esta época, ponía en evidencia el carácter teatral de la muerte. Los que habían sentido sinceramente la muerte de un ser querido, necesitaban refugiarse en su propio dolor, en vez de representar el papel de doliente ante la concurrencia:
«Que cosa, más a propósito para divertir a un afligido (que debe ser el objeto de tales asambleas) que el de hacerle sentar a la testera de una sala en donde cada cual que entra se dirige hacia él con paso mesurado, y sin hacer caso del concurso, que le mira silencioso, le sacude luego, por tres o cuatro veces muy grave y con el semblante lleno de tristeza, la diestra mano, y, o le encaja una ridícula arenga de que viene prevenido, o sin decir palabra se va a sentar en donde puede, y desarrugada ya la frente, saluda con mucha jovialidad, a los que tiene al lado, como si repentinamente hubiese cesado la causa de su aflicción ¿No era este un verdadero entremés o pantomima capaz de hacer reír a la misma melancolía?»
Pero por mucho que aumentara el deseo de recogimiento de los familiares y que hubiera una tendencia a reducir el aparato de las pompas fúnebres, las exequias eran un acto social que se realizaba de cara a la comunidad.
Disposiciones para el entierro
Uno de los más interesados en que el entierro se desarrollara según sus deseos era el difunto. En los testamentos de la época se aprecia que se van escogiendo entierros más sencillos y con menos derroche que en etapas anteriores. Parecía como si en el diseño del propio entierro los particulares quisieran alejarse del espectáculo para centrarse en el hecho desnudo de la muerte. Sin embargo, esta preferencia tenía un límite.
El difunto se sabía el protagonista de su entierro y quería “presenciar” las muestras de cariño y de respeto de los que le habían tratado en vida. Aunque se estuviera muerto, era impensable renunciar a la categoría social que se había tenido en vida.
Los difuntos servían de puente entre los del más acá y los del más allá. En los entierros se convocaba a los vivos, vecinos, familiares y amigos que aprovechaban para reencontrarse en una celebración que, a pesar de los pesares, acababa teniendo algo de festivo y de afirmación de la vida.
Entre todos despedían al que se marchaba al mundo de los muertos, y, asimismo, entre todos se daban ánimos para seguir viviendo y cerrar la brecha que el finado había abierto en el mundo de los vivos.
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor