La buena muerte pasaba por estar bien con Dios y evitar el purgatorio por medio de la confesión.
Nada más abandonar la esperanza de curar al enfermo, el médico del siglo XVIII daba paso a una serie de personas y ritos que aseguraban que el alma del finado ganaba puntos para entrar rápidamente en el cielo. En primer lugar, el médico, so pena de excomunión, recomendaba al enfermo que llamase al sacerdote.
En caso de que el paciente no quisiera hacerlo, el médico no debía visitar más al moribundo. En el sacerdote quedaban depositadas las últimas esperanzas de que el enfermo se curase, dado que los últimos sacramentos, además de su efecto espiritual, poseían propiedades curativas corporales.
Hasta finales del siglo XVIII el médico estaba apartado de la muerte de sus pacientes. Una persona se moría cuando el alma se separaba del cuerpo, y eso era algo que el médico, que tan sólo se ocupaba del cuerpo, sólo era capaz de intuir.
Teniendo en cuenta que el alma era un espíritu, no había manera de percibir si el alma permanecía realizando alguna operación “en alguno de los senos interiores” del cuerpo, a no ser que, como decía Feijoo, viniera un Ángel o el mismo Dios quisiera manifestarlo.
La muerte de improviso del rey
Producía miedo que a uno los médicos lo desahuciasen cuando todavía había posibilidades de recuperación y que, encima lo enterrasen vivo, pero muchísimo peor era que llegase el sacerdote tarde y no le diera tiempo a dar la absolución.
Entonces, podía suceder que la mejor persona del mundo, que se había comportado como un santo durante toda la vida, segundos antes de expirar, por desesperación y porque el Demonio aprovechaba cualquier instante de flaqueza, pecara gravemente de pensamiento y acabara en el infierno por toda la eternidad.
Es lo que le ocurrió a Su Católica Majestad Felipe V cuya vida fue ejemplar por muchos motivos, pero que dejó la incógnita de si, por una jugada del destino, había conseguido la salvación eterna. La muerte sorprendió a Felipe V al despertarse, mientras su mujer Isabel de Farnesio se estaba vistiendo. A los gritos de la reina “el rey se muere, el rey se muere”, acudieron algunos cortesanos y el médico que, ni apretándole los músculos ni con sangrías, logró hacerle volver en sí.
Habían pasado sólo cinco minutos entre los primeros síntomas de gravedad y el fallecimiento del rey. Al confesor personal de Felipe V no le dio tiempo a llegar. Fue el confesor de la reina el que absolvió al rey, pero fue sub conditione, a saber, le perdonó los pecados bajo la condición de que le quedara algo de consciencia para arrepentirse de sus pecados.
Los teólogos intentaron encontrar explicaciones de por qué Felipe V, rey por la gracia de Dios, había tenido una de las peores muertes, la mors improvisa, esto es, la muerte que venía de repente y no permitía que un sacerdote ayudase al moribundo en el difícil paso al más allá.
Se pensaba que la muerte súbita recaía especialmente sobre los malvados con el objeto de que fueran condenados eternamente al infierno. Era algo que no se deseaba ni a los peores enemigos ni a los más malvados criminales.
El fuego eterno resultaba un castigo tan horrible, que se preveía que los condenados a muerte se confesaran antes de ser ejecutados.
La buena muerte era aquella en la que daba tiempo a que el alma del moribundo fuera confortada y fortalecida con los últimos sacramentos. Se tenía la seguridad de que un cristiano que recibiese la absolución de sus pecados, por muy graves que fueran, no iba al infierno.
Sin embargo, arrepentirse con sinceridad en el último segundo no bastaba para entrar al cielo. Sólo los santos iban al cielo directamente, y santos había muy pocos. La gran mayoría de los humanos pasaba antes una temporada en el Purgatorio.
El Purgatorio, que fue inventado en el siglo XIII, era el lugar donde las almas de los que morían en gracia de Dios pagaban la penitencia de las culpas que no habían satisfecho en vida. Como recordaban predicadores como el capuchino Fray Diego de Cádiz, el cual recorría España dando terroríficos sermones en los que se servía, para impresionar a los creyentes, de cruces, de mortajas y cráneos, un día en el Purgatorio resultaba, “más penoso y dilatado que cien mil años del mundo”.
Según decían los clérigos, el Purgatorio se hallaba en un abismo oscuro, y allí un horrible fuego abrasador y eterno hacía sufrir a las almas mucho más que habían sufrido todos los mártires del mundo a la vez. Así explicaba en el púlpito uno de estos clérigos:
«Considera cristiano que el Purgatorio es un horno de fuego tan violento y persistente que sin consumir abrasa a aquellas pobres Almas que quizás aquí estuvieron regaladas, es un fuego discretivo, que a cada uno atormenta según sus méritos, es un severo inquisidor que escudriña hasta la más leve culpa para dar la correspondiente pena.»
A ver lo que cae en el testamento
En una buena muerte tampoco debía faltar la redacción del testamento, para lo cual se hacía necesaria la presencia del notario. Se recomendaba retrasar el testamento hasta el último instante porque éste formaba parte del ritual para preparar al alma en su paso al más allá.
El testamento servía para dejar arregladas las cosas del más acá distribuyendo los bienes propios con criterios justos y cristianos, y también para asegurarse que los herederos intercederían ante Dios por medio de la oración, puesto que las oraciones de los vivos servían para reducir las penas del Purgatorio.
Los sacerdotes eran parte interesada en el testamento, teniendo en cuenta que en él el moribundo encargaba que se celebrasen por su alma un número concreto de misas. El número de misas era variable, siendo lo normal de cien a cuatrocientas misas.
El piadoso rey Carlos III mandó que se celebraran 20.000, que era un número discreto si se comparaba con las que habían mandado otros reyes. También en el testamento se disponía que alguna cantidad de dinero o algunos bienes fuesen a parar directamente a la Iglesia.
Según algunos ilustrados, la costumbre de redactar el testamento poco antes de morir había dado lugar a que se cometieran ciertos abusos. Jovellanos afirmaba que los sacerdotes, sabiendo que la muerte era “propicia para las liberalidades”, multiplicaban sus esfuerzos para “conseguir legados importantes”. Esta idea la compartía el fiscal Meléndez Valdés:
«Por qué las leyes no arreglarán por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como lo están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas extrañas, codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas?»
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor