DEMASIADOS DÍAS FESTIVOS Y DEMASIADO VICIO

Había 93 festivos y a la gente le encantaba divertirse. Ambas cosas escandalizaban a los ilustrados y a la Iglesia.

Había noventa y tres días de fiesta al año en la España del siglo XVIII y al padre Feijoo le parecían demasiados. La gran mayoría de estos días festivos eran de precepto; pero no se piense que las gentes los dedicaban a fines espirituales.

Muy al contrario, la gran mayoría cumplía con Señor yendo a misa por la mañana, y luego, por la tarde, se entregaba al demonio:

«Todo el resto del día (a la reserva de pocas personas, que gastan una buena parte de él en ejercicios devotos) se da al placer; y placer, que por la mayor parte no deja de tener algo de delincuente. ¿En qué días, sino en los festivos, hay entre la gente común la concurrencia de uno y otro sexo al paseo, a la conversación, a la chocarrería, a la merienda, y al baile? ¿Cuándo, sino en estas concurrencias, saltan las primeras chispas del amor torpe? ¿Cuándo, sino en tales días, se da al desorden de la embriaguez la gente de trabajo?»

Pérdida de trabajo

A causa de tanto tiempo libre se perdían muchas almas y también mucho dinero. Anualmente se dilapidaban unos 558 millones de reales, que salían de multiplicar los noventa y tres días festivos por lo que costaba el trabajo de todos los habitantes de España.

Un despilfarro que el ilustrado Feijoo quería solucionar suprimiendo un gran número de días festivos y declarando otros tantos “semifestivos”, a saber, en los que se trabajase como toda la semana y sólo se conservara la obligación de ir a misa.

Si bien es cierto que los ilustrados defendían una sociedad laica, el que un religioso como el padre Feijoo fuera un ilustrado, no resultaba infrecuente.  Había muchas coincidencias entre los planteamientos de la Iglesia y de los ilustrados.

Más trabajo y menos diversión

Uno de estos puntos de encuentro era la inquina contra el ocio; los religiosos porque predicaban la austeridad de costumbres para que las almas no se apartaran del camino de la salvación, y los ilustrados porque propugnaban una suerte de puritanismo como medio de que los individuos fueran más útiles a la sociedad.

Los clérigos y los ilustrados, tan distantes en otros asuntos, estaban de acuerdo en que la solución era más trabajo y menos tiempo libre. Mientras que en el trabajo se gastaban las energías en provecho de los demás, el ocio despertaba los malos instintos y traía consigo el vicio y la corrupción.

Prohibido el alcohol

En las ciudades era donde las almas y las personas de provecho corrían más peligro. En ellas se concentraban los ociosos que hacían cualquier cosa por librarse del aburrimiento.

Especialmente nefastas resultaban las tabernas, “oficinas o escuelas de ociosidad, de los homicidios, y de las expresiones soeces”, al decir de Rodríguez Campomanes. Algunos gobernantes ilustrados habían acariciado la idea de clausurarlas, pero les había detenido el temor de que el pueblo levantisco, apegado a las malas costumbres y obstinado en el error, hubiera reaccionado alterando el orden público.

Campomanes ideó, entonces, una medida menos radical: en vez de cerrar las tabernas, era preferible prohibir el consumo de alcohol dentro de las tabernas y que a los que quisieran tomar vino, los taberneros les llenaran un jarro para que se lo bebiesen tranquilamente en sus casas, “donde hay menos ocasiones de desorden o exceso”.

Pasando, que es gerundio

El paternal empeño de los ilustrados por velar por las buenas costumbres a fuerza de prohibiciones, contrastaba con el tesón con que el mismo pueblo se obstinaba en no hacerles caso. Claro es que divertirse y cumplir con la ley tampoco resultaba nada fácil, dado que cualquier actividad lúdica estaba rodeada de prohibiciones.

Ni en las fondas, ni en los cafés ni en cualquier establecimiento público se podía jugar ni a las cartas, ni al billar, ni a nada de nada. También estaba prohibido en estos lugares públicos fumar, leer el periódico, mantener conversaciones deshonestas o hablar de política.

Los ociosos que pensaran que todavía les quedaba la calle para divertirse a sus anchas, estaban muy equivocados. Una vez los alcaldes de Casa y Corte y el Superintendente General de Policía recorrieron el Paseo del Prado y el Paseo de las Heras y, escandalizados del desorden y el relajamiento que presenciaron, prohibieron en un bando municipal que se bailara en la calle bajo pena de cárcel.

Los diligentes funcionarios no prohibieron cantar, pero avisaron que los hombres que en sus canciones dijeran “palabras deshonestas” o “conceptos equívocos que ofendieran el pudor y moderación de los espectadores” serían castigados con trabajos forzados durante quince días y las mujeres serían encerradas durante el mismo tiempo en San Fernando.