CONTRA UNA JUSTICIA IMPLACABLE

La propuesta de los ilustrados contra las excesivas ejecuciones públicas semejaba a los lavados de cerebros y a la vigilancia del Gran Hermano. Era menos implacable, pero más retorcida.

Don Simón, uno de los personajes de El delincuente honrado de Jovellanos, era un hombre chapado a la antigua. Prefería a los jueces de antes porque “ahorcaban hombres a docenas”.

Don Simón no creía que un juez  “blando”  y  “humano”  con  las  últimas  ideas  modernas  en  la  cabeza  sirviera  para mantener a raya a los delincuentes. Le gustaban los jueces de siempre, “más duros, más enteros” y dispuestos a descargar su cólera sobre quien se atreviera a infringir la ley.

La manera en que los jueces aplicaban la ley indicaba como se relacionaba el Estado con los vasallos. En el Antiguo Régimen el Estado se sabía pequeño y sin los suficientes medios para llegar a todas partes. Había muy pocos guardias y grandes extensiones del territorio se quedaban sin vigilar. Ni siquiera en las ciudades el orden público estaba garantizado.

Este vacío del Estado y de la ley se agravaba por el hecho de que gran parte de la población no conocía ni sus derechos ni sus deberes.

La gran mayoría no sabía leer y se guiaba por códigos particulares, como el código del honor, ajenos a la ley y que conducían a tomarse la justicia por su mano. Todo ello hacía que, cuando se atrapaba a algún delincuente, el Estado hacía acto de presencia de una forma feroz e implacable.

Un buen juez de los que le gustaban a don Simón no se andaba con sutilezas y condenaba a muerte por un gran número de delitos.  No se planteaba reeducar al criminal porque, entre otras razones, no había cárceles preparadas para ello.  Los jueces antiguos más que administrar justicia, se limitaban a tomar “justa venganza”. Y, para mayor ejemplaridad, esta venganza se efectuaba en público.

La ejecución la anunciaba el pregonero voceándola en los sitios más concurridos de la ciudad con el fin de convocar al mayor número de personas. Al culpable se le vestía con ropas negras e iba acompañado de un séquito hasta el patíbulo.

En ocasiones, para aumentar el escarnio, el recorrido incluía paradas en los lugares que guardaban alguna relación con su crimen. Ya en el patíbulo el verdugo no evitaba el sufrimiento. Con unos pocos y baratos elementos, el látigo, el hacha o una soga tenía que ofrecer una buena función que dejara satisfechos  y  aterrorizados  a  los  espectadores. 

Satisfechos  por  haber  sido  participes  del castigo descargando su miedo y su rabia sobre el condenado, y aterrorizados con el objeto de que en su memoria quedase grabado lo que les esperaba si osaban infringir la ley.

Los condenados que se libraban de la pena de muerte, podían acabar condenados a trabajar en las minas de azogue de Almadén o a los presidios militares de África.

En ambos lugares diez años de condena implicaban la muerte, puesto que prácticamente nadie sobrevivía a la dureza de sus condiciones. La vida en las cárceles normales tampoco era muy alentadora. Los presos permanecían durante todo el día en una sala común y dormían sobre unas planchas.

A los más revoltosos se les encadenaba a unas anillas que había en las paredes. La misma sala servía para encerrar a los adultos y a los niños, y en muchas cárceles, también a las mujeres de todas las edades.

El sistema penal antiguo, por utilizar la tortura, por condenar a la pena de muerte a la mínima, y convertir la reclusión en una amenaza cierta de muerte por enfermedad, hacía que los delincuentes no confiasen en la justicia e intentasen escapar de la justicia.

Los enciclopedistas franceses habían escrito contra la justicia antigua, y pensadores como Montesquieu y Rousseau habían creado una corriente de opinión que había llevado a que en Suiza y Alemania se aboliera la tortura.

Sin embargo, fue Cessare Beccaria, el que con su polémico libro, De los delitos y las penas, escrito apasionadamente a los veintiséis años, planteó un concepto totalmente nuevo del derecho penal. En él se inspiró Jovellanos, que por aquel entonces ejercía de juez en Sevilla, para redactar El delincuente honrado.

Ahora bien, examinado el nuevo sistema con detalle producía tanta desconfianza como el antiguo. Ciertamente, los pensadores ilustrados defendían que la justicia fuera más suave.

Estaban a favor de que las penas fueran proporcionadas con el delito y preferían la cárcel a la pena de muerte, pero no para evitar un castigo excesivo y espectáculos morbosos, sino para aterrorizar más eficientemente a los posibles infractores de la ley. Como decía Beccaria:

«No es el terrible pero pasajero espectáculo de la muerte de un criminal, sino el largo y penoso ejemplo de un hombre privado de libertad, que convertido en bestia de servicio recompensa con sus fatigas a la sociedad que ha ofendido, lo que constituye el freno más fuerte contra los delitos».

Para los pensadores ilustrados las cárceles antiguas eran contraproducentes. Las cárceles en que los hombres y las mujeres de todas las edades sobrevivían amontonados y sin nada que hacer, sólo servían para acrecentar el resentimiento y que los presos experimentados enseñaran a cometer mejor los delitos. Las cárceles, según los ilustrados, más que para encerrar, debían servir para doblegar la voluntad de cada preso, de manera que volviera a la sociedad siendo productivo y un vivo ejemplo de que el sistema penal funcionaba a la perfección. Con este fin y con el de vigilar mejor a los presos, se hacía necesario separar a los hombres y las mujeres, clasificarlos según sus delitos y mantenerlos ocupados de un modo constante.

En vez de ejecutar a los condenados en patíbulos levantados en medio de las plazas públicas con  el fin  de impresionar brutalmente  a los  olvidadizos ciudadanos de  vez en cuando, los defensores del nuevo sistema querían que el ciudadano sintiera que la fuerza de la ley era continua y omnipresente.

Según Beccaria todos los habitantes de un país debían sentir que la ley les seguía “como la sombra seguía a su cuerpo”. Tanto los presos como los que estaban fuera de las cárceles, tenían que percibir que el Estado los vigilaba permanentemente dispuesto a castigarlos de forma inexorable.

Pero por mucho que se aumentara el número de policías nunca se lograría el control total.  Este  solo  se  alcanzaría  grabando  en  las  mentes  de  los  ciudadanos  una  serie  de principios básicos.

Fue una idea recurrente entre los ilustrados que había que componer un libro con vocabulario sencillo en el que se explicaran las leyes fundamentales del Estado. A este libro Beccaria lo llamaba el “sagrado código” y Cabarrús el “catecismo político”:

«Esta «enseñanza elemental y tan fácil ha de ser por consiguiente común a todos los ciudadanos: grandes, pequeños, ricos y pobres; deben recibirla igual y simultáneamente. ¿No van todos a la Iglesia? ¿Por qué no irían a este templo patriótico? ¿No se olvidan en presencia de Dios de sus vanas distinciones? ¿Y qué son éstas ante la imagen de la patria?»

Era una idea característica de la Ilustración: se cometían delitos por ignorancia. Si los ciudadanos conocían las leyes y sabían que habían sido elaboradas por unos gobernantes sabios y paternales para que alcanzaran la felicidad, cumplirían gustosos su función dentro de la sociedad y se abstendrían de cometer delitos.

Es más, un ciudadano que estuviera convencido de la bondad de las leyes, en caso de que cometiera un delito, iría muy tranquilo ante el juez.

El juez, entonces, al igual que un médico, le curaría del mal que el delincuente sentiría como propio, y la pena que le impusiera sería como un purgante necesario para recobrar su propia estimación y la de los demás.

Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor