El teatro barroco, que tanto gustaba a nobles y plebeyos del siglo XVIII, había degenerado. En el siglo XVIII, por ejemplo, el refinado galán se había convertido en una máquina de matar.
La mentalidad de los nobles fue muy contestada por los ilustrados del siglo XVIII. Además de criticarles, se les estaba echando de los puestos del poder que hasta entonces les había estado reservados.
Es por ello, que se refugiaban en el teatro de indudable calidad del Siglo de Oro que todavía seguía cosechando en los teatros públicos un más que aceptable éxito.
Concretamente las obras de don Pedro Calderón de la Barca, sacerdote que, como digno caballero de la Orden de Santiago había participado en varios duelos, se seguían representando y editando con regularidad.

En el teatro calderoniano todavía se contemplaba a un joven galán que actuaba bajo los principios excepcionales del código del honor. Un perfecto caballero, en la ficción y en la realidad, estaba obligado a defender al débil; así, por ejemplo, si veía a un desconocido acometido por varios adversarios, debía meterse sin dudarlo en la refriega.
Asimismo, siempre que el galán daba su palabra, y la daba cada dos por tres, tenía que cumplirla fuera cual fuere la contingencia, puesto que el honor estaba por encima de la vida propia y ajena, y por encima del mismísimo rey.
En cuanto a las damas, nunca habían estado más ensalzadas que en el teatro áureo. El carácter varonil y osado de un galán enamorado se manifestaba en las hazañas que arrostraba en el servicio de su amada.
Por ella era capaz de escalar los muros más altos y de desenvainar la espada contra el más diestro espadachín que se atreviese a dudar de su honra inmaculada.
Que había que ponerse fuera de la ley y matar a algunos alguaciles, pues se hacía sin dudarlo; que su esposa o alguna mujer de su familia despertaba la menor sospecha de que había perdido la honra, la mataba y punto. Gracias a Dios, las obras de Calderón solían tener un final feliz.

El padre acababa bendiciendo la unión de su hija con su osado pretendiente segundos después de que ambos estuvieran en un tris de batir sus espadas, o el rey aparecía poniendo paz justo un segundo antes de que se produjera una terrible tragedia.
Estas hazañas, que a los nobles les hacían pensar que eran unos individuos muy especiales, a los ilustrados les disgustaban sobremanera:
«En las comedias antiguas que se representan parece que apuraron nuestros autores la fuerza de su ingenio en pintar del modo más halagüeño todos los vicios, todos los delitos imaginables, no sólo hermoseando su deformidad, sino presentándolos a los ojos del público con el nombre y apariencia de virtud».
Según las críticas de los ilustrados, el teatro barroco no mostraba a nobles capaces de dar su vida por defender un código superior, sino que manifestaba una mentalidad perjudicial en que la fuerza bruta de los hombres se ponía por encima de las leyes.
Como decía el periódico el Memorial Literario de la obra de Calderón Cada uno para sí, puesta en escena en 1785, sólo se apreciaban “resistencias a la justicia”:
En una palabra, queriendo los poetas hacer valientes a los galanes, lo común es hacerlos quimeristas, espadachines y matones, tales cuales pudieran ser una tropa de asesinos.
El teatro popular que se escribió y representó en el siglo XVIII era una imitación burda del teatro barroco y, según los ilustrados, perjudicaba más que aquel. El galán de las comedias de capa y espada, ya no era un aristócrata, sino que había pasado a ser un matón que, con el menor motivo, ensartaba con su fácil espada a quien se pusiera por delante.

El público se entusiasmaba cuando su héroe fanfarrón ejecutaba, una tras otra, hazañas cuanto más crueles y atroces mejor. El caballero se había transformado en una máquina de matar incapaz de hilvanar dos frases de amor ante su amada.
Del ideal del caballero que servía de inspiración al teatro del Siglo de Oro, sólo había quedado en la memoria del pueblo un recuerdo degenerado y aparatoso.
Por ejemplo, en Las cuentas del gran Capitán, de Cañizares, los personajes no eran más que unos brutos. Uno de los valentones de la obra, García Paredes, no paraba de derrumbar contrincantes a trompazos y, si había alguna ventana cerca, los arrojaba por ella sin el menor esfuerzo.
Con las mujeres García Paredes era un macho rudo que alardeaba de no saber proferir más que juramentos y tacos. A lo más que llegaba para conquistar a una mujer este personaje elemental, que presumía de grosero y temerario, era a regalar algo a su amada. A la dama que no se rendía a sus nulos encantos y falta de destreza amatoria, él le respondía con una blasfemia.
Parecida transformación sufrió el conquistador por excelencia de las tablas españolas, don Juan Tenorio. En el siglo anterior Tirso de Molina con el Burlador de Sevilla y convidado de piedra daba una lección teológica y moral.
En cambio, en el siglo XVIII la principal característica del don Juan del dramaturgo Juan de Zamora, en No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, como señala Arcadi Baquero, era “su matonismo, su amor por la pendencia, su sed de sangre” que le llevaba a comportarse con “chulería barriobajera”.
Los dramaturgos populares de la segunda mitad de siglo XVIII para satisfacer la demanda de más y más acción, dieron a su público, primero comedias heroico militares con grandes batallas y después comedias en las que los personajes eran delincuentes. Para las comedias militares a los autores no les importaba echar mano de las gestas extranjeras, siempre que entre el número de los que caían heridos y el de los que morían en las tablas sumaran varias centenas. Estas obras consistían básicamente en…
«…disponer una batalla cada jornada, con el aparato de trincheras, estacadas, cañones, morteros, que aturdan las orejas a estampidos y diviertan la vista con fuegos de artificio».
El género de las comedias de delincuentes recibió la denominación de “comedias de guapos”. Los protagonistas de estas obras enlazaban con los caballeros del teatro barroco y también con los héroes populares de los romances que solían ser contrabandistas o forajidos perseguidos por la ley.
Los argumentos de las “comedias de guapos” debían contener robos, raptos, huidas de las cárceles, crueles asesinatos y engaños a los alguaciles y jueces.
El público se sentía identificado con el delincuente y, cuando en la obra éste era prendido y ejecutado, el público se sentía víctima de un poder despiadado; por el contrario, cuando el intrépido criminal lograba burlar la justicia, los espectadores celebraban su victoria como si se tratase de un desquite de los humildes contra la opresión de la ley. Un crítico ilustrado de la época afirmaba:
«El pueblo se complace con estos objetos porque no hay cosa que más le guste que ver burlado el brazo que le castiga; pero también aprende a despreciarlo, y con esto a ser delincuente… Estos ejemplos son inmediatamente contrarios a la buena Política».
Tanto los galanes de las comedias del Siglo de Oro, como los héroes militares y los “guapos” eran interpretados por los mismos actores que representaban a los majos en los sainetes de Ramón de la Cruz y de González del Castillo.
Al fin y al cabo, estos autores también se dirigían al mismo público que veía en los majos la supervivencia última de la tradición y el carácter auténticamente españoles amenazados por los ilustrados y las nuevas modas.
No es de extrañar, por consiguiente, que, entre las concesiones al público en la representación de las obras inspiradas en el teatro del Siglo de Oro, no importaran los anacronismos. Así en La niña de Gómez Arias, cuyo plato fuerte eran las batallas contra los moriscos y una serie de atrocidades sin cuento, el héroe se liaba con parsimonia un cigarrillo al estilo majo.
No había que ir al teatro para darse cuenta de cuáles eran los derroteros que habían tomado los gustos populares. Los romances más solicitados, de los que circulaban en pliegos sueltos o eran cantados por los ciegos en las calles, trataban también de malhechores.
El pueblo no sólo los pedía para regodearse con el miedo que producían los crímenes tremebundos que contaban, sino, fundamentalmente, para identificarse con los forajidos. Un majo enamorado de un sainete de Ramón de la Cruz, alababa estos gustos en su amada:
Para ella el mejor empleo / es contrabandista, tanto / que hay quien dice que su padre / por complacerla en sus tratos, / sin dejar de ser tahonero, / comete sus contrabandos. / Los romances de Francisco / Esteban y de otros guapos / son su biblioteca; come / carne brava todo el año / menos los viernes, y bebe / solamente vino rancio.
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor
