AVISADO QUEDA: LA POLIGAMIA ESTÁ PROHIBIDA
En plena Ilustración la Iglesia tuvo que explicar por medio de sermones que la poligamia era pecado, y que los polígamos infringían las leyes humanas y divinas. Pero no parecía suficiente. El 20 de abril de 1784, en un artículo en el Memorial literario, el capellán mayor de las Baronesas, el doctor don Ramón Aparicio, recordó que: “La poligamia está prohibida en la ley evangélica cuando viven los primeros consortes”. Días después don Julián Ruiz, Capellán del Consejo Supremo de la Inquisición, fue más categórico y avisó que: “son sospechosos en la fe los que se atreven a contraer segundos matrimonios viviendo los consortes”.
La reacción del público fue de incredulidad e incertidumbre. Las personas normales se casaban obligadas con quien habían dispuesto sus padres e, inmediatamente, buscaban a alguien de su propia elección para salir y divertirse. Esta segunda relación estaba bien vista socialmente. De ahí que las relaciones heterodoxas como la bigamia, pero también los amancebamientos y el adulterio, fueran habituales.
El razonamiento de algunas personas bienintencionadas era el siguiente: “Si mi relación por amor es tan estable y pública como lo es mi matrimonio de conveniencia, ¿por qué no la puedo legalizar?” La respuesta de la Inquisición fue tajante: “Ni se te ocurra. Te arriesgas a que te azoten públicamente, a que te quiten todos tus bienes, al destierro o, mucho peor, a que seas condenado a galeras o a trabajos forzados”.
La Inquisición no hablaba por hablar. Los procesos a los polígamos en el siglo XVIII fueron un 8 % del total de los abiertos por el Santo Oficio. Aunque esta cifra era muy diferente dependiendo de la ciudad y del año. Así, en Sevilla el porcentaje había ascendido al 18%. Por otro lado, en 1748, en un mismo auto de fe, la Inquisición condenó y solicitó el destierro por poligamia a catorce mujeres.
A pesar de todo, había una gran presión para buscar una salida a estas situaciones irregulares. Una solución era el “matrimonio clandestino”. El matrimonio clandestino, que se estilaba en las clases altas, conjugaba a la perfección el matrimonio por amor y el matrimonio por conveniencia.
El más famoso de estos matrimonios fue el de Manuel Godoy. Primero, el Príncipe de la Paz se casó en secreto con su amante Pepa Tudó. La boda se celebró por la noche en la capilla privada de un palacio de Badajoz, iluminados los testigos y los novios únicamente por unas velas. Como testigos actuaron el secretario personal de Godoy y la dueña de Pepita, a los cuales el sacerdote que ofició la boda pidió que no dijeran a nadie lo que allí había sucedido.
Más tarde Godoy se casó públicamente con María Teresa de Borbón. Pero Godoy no renunció nunca al amor de su vida por enlazar con la casa real. Apañó la boda de Pepa Tudó con el conde de Castillofiel, un anciano arruinado por las deudas. La parte más sustancial del trato con el conde es que éste residiría en Málaga mientras que Pepa Tudó conservaría su residencia en Madrid. El Príncipe de la Paz, María Teresa de Borbón y la condesa de Castillofiel eran personas aparentemente bien avenidas que aparecían juntas en público sin temor al escándalo.
Ciertamente, Godoy, al contar con el apoyo directo de la corona, se sentía seguro ante el poder de la Inquisición. Sin embargo, quizá debiera recordar que su ascenso meteórico al poder se debía a que los tiempos eran muy inestables y, que, por lo mismo, su caída podría ser estrepitosa. La Inquisición, ciertamente, estaba debilitada, pero mantenía su vigilancia sobre toda desviación moral y, por una minucia, activaba su terrible maquinaria.
En general, la Iglesia no había aceptado la avalancha de libertades ajenas a sus principios que habían traído los nuevos tiempos, aunque sus valedores fuesen los mismísimos reyes. Era un hecho que el clero rancio había sido sobrepasado por las nuevas tendencias en muchos ámbitos, pero eso no significaba que se sintiera derrotado. Tal es así que, por medio de la Inquisición, este sector del clero se atrevió a amenazar a los primeros ministros de Carlos III (el conde de Aranda, Floridablanca y Campomanes) y llevó a cabo procesos contra muchos de los más significados ilustrados de la época como Gaspar Melchor de Jovellanos, Moratín hijo o los hermanos Iriarte.
No obstante, la víctima de la Inquisición más destacada de la Ilustración fue Pablo Olavide, nombrado asistente de Sevilla y también máximo responsable de las Nuevas Poblaciones. El conde de Aranda y de Campomanes salvaron a Olavide de un primer proceso en el que se le acusaba de faltar el debido respeto a la ceremonia de la misa y de poseer pinturas provocativas en su espléndido palacio. Esto es, más que acciones concretas, se juzgaba un estilo de vida.
En el segundo proceso nadie pudo hacer nada. Fue literalmente secuestrado durante dos años por el Santo Tribunal hasta que se celebró el auto en presencia de cuarenta personalidades entre los que se hallaban nobles, prelados y miembros de los consejos reales. Pablo Olavide fue condenado al destierro perpetuo, la pérdida de sus bienes y a reclusión en un monasterio hasta ser reeducado en la doctrina cristiana.
La advertencia implícita de la condena (a saber, nadie, por muy poderoso que se sintiera, estaba fuera del alcance de la Inquisición) fue claramente comprendida por los presentes. Hubo, incluso, alguno que al día siguiente confesó que él mismo leía obras prohibidas y acusó a otros funcionarios notables de hacer lo mismo.
Los ilustrados se sentían horrorizados porque la Iglesia siguiera conservando un aparato de poder retrógrado capaz de inmiscuirse en la vida privada de los ciudadanos. En 1777, año de la condena de Olavide, llevaba ya tiempo gobernando Carlos III, un rey muy celoso de su poder, que había reducido el Santo Oficio a su mínima expresión tras asestarle varios golpes implacables. Menéndez Pelayo cuenta que el ministro de Justicia, Manuel de Roda, le preguntó a Carlos III por qué no suprimía la Inquisición completamente, a lo que el rey le contestó: «Los españoles la quieren y a mí no me estorba».
Ese mismo año, en 1777, de acuerdo con la línea de los ilustrados de limitar las atribuciones de la Inquisición, se promulgó una ley según la cual la poligamia solo sería juzgada por los tribunales estatales. La Inquisición solo actuaría en caso de que los polígamos mostraran una abierta conducta herética y atentasen contra el sagrado sacramento del matrimonio.
No obstante, la Inquisición no dejó de vigilar la conducta sexual y moral de los españoles. Otra de sus dianas era el cortejo adultero, el cual se había aceptado como algo normal en las capas más altas de la sociedad. En esencia el cortejo consistía en que un soltero acompañaba a una mujer casada en público y en privado.
La libertad de una mujer joven y casada del siglo XVIII se manifestaba en la elección sin interferencias de este acompañante, y en la posibilidad de hacer más íntima y estrecha esta relación que la que mantenía con su propio marido. El cortejo se comportaba como un enamorado con las esposas ajenas, mientras que los maridos de éstas sólo les pedían que guardasen las formas.
La campaña de la Iglesia contra el cortejo se concretó en la inclusión en el Índice inquisitorial de libros como Elementos del cortejo para uso de damas principiantes, escrito por Cayetano Sixto García. Este manual del cortejo, aunque, en un principio, había obtenido la licencia para su publicación, fue retirado con precipitación de las librerías, lo cual no evitó que las copias clandestinas, ahora sin nombre del escritor, circularan de mano en mano.
Después de la censura de libros, llegaron las condenas. En un dictamen condenatorio de un procesado se decía: «El cortejo ha deshecho en poco tiempo la vergüenza, el pudor y el recato de las madrileñas». Poco tiempo después, una tal María García, de treinta y tres años, sufrió las consecuencias por creer que no pasaría nada si mostraba abiertamente cariño a su cortejo:
"...salió al auto con insignias de poligamia y estando en forma de penitente se la leyó su sentencia..., abjuró de Leví, fue absuelta "ad cautelam" y condenada a que saliese el día siguiente a la vergüenza por las calles de Madrid y a destierro de esta corte por tiempo de ocho años y en ocho leguas de contorno."
Por la condena a vergüenza pública María García fue subida a un burro con un largo capirote sobre la cabeza y el sambenito (un letrero en el pecho que indicaba su delito). De esta guisa, sirvió de escarnio al populacho que se agolpaba en calles y plazas.
En sus inicios, el cortejo dieciochesco no ofrecía grandes diferencias con el amor cortés. Como en siglos anteriores, los jóvenes no intentaban enamorar a las mujeres solteras, sino que empezaban a galantearlas justamente cuando ya estaban casadas.
La gran diferencia en el siglo XVIII con respecto a siglos anteriores radicaba en que la libertad que le proporcionaba el cortejo a la mujer iba en detrimento de la sujeción del marido. En efecto, el marido se convirtió en una molestia para su esposa, y lo mejor que podía hacer cuando estaba con su cortejo, era abstenerse de aparecer. Un marido moderno, como le explicaba un cortejo a un hombre casadero que acababa de llegar de América, debía olvidarse de su anticuada omnipresencia:
¿Conque usted piensa que aún estamos en los tiempos obscuros, en que un marido era un compañero eterno de su mujer? (…) La mujer ya va sola a todas partes, o servida del cortejo. Yo no sé cómo las pobres la paciencia no perdieron, con la maza del marido: marido para el almuerzo; marido para la cena; marido para el refresco; marido para el teatro; marido para el paseo; marido para el estrado; y marido para el lecho. Y marido a todas horas huele a puchero de enfermo.
En el siglo XVIII, como en épocas anteriores, a las solteras se las guardaba de los hombres. En cambio, la mujer recién casada enseguida se veía rodeada de candidatos deseosos de ser su cortejo. La joven disponía para elegir de numerosos jóvenes ociosos que pujaban por acompañarla en todo momento.
No hay que pensar, sin embargo, que la elección del cortejo se hiciera a la ligera. Primero porque cumplía una función de primer orden al ser la pareja de la dama en los actos sociales; y segundo, porque el cortejo debía durar bastante tiempo al estar mal visto que una dama lo cambiase con demasiada frecuencia. Tal es así que, para la apropiada elección del cortejo, había que someter al candidato a una observación minuciosa y a una serie de pruebas muy exigentes. En el caso de que hubiera dudas sobre las cualidades del pretendiente, la dama convocaba a sus amigas para que dieran su aprobación definitiva.
La presencia del cortejo, que no la del marido, se hizo tan necesaria para la vida social de la mujer que, en determinadas situaciones, se consideraba imprescindible. Esto condujo a que las damas, si el propio cortejo no estaba disponible, se prestaran el cortejo entre ellas:
¿No sabe usted ya el papel tan ridículo que hacemos al lado de los maridos? A falta de usted, primero le pediría prestado a una amiga su cortejo.
Ciertamente, había mucho de apariencia y de cursilería en el mundo del cortejo y de su dama. La superficialidad de las conversaciones correspondía a las insubstanciales actividades en las que discurría el día de la pareja que se resumían en el visiteo y estar a la moda en el vestido. La cháchara hueca entre el cortejo y su dama se substituían perfectamente con claves como peinarse de una determinada manera, las posiciones del abanico o dibujarse lunares que, como decía Carmen Martín Gaite “se desplazaban de norte a sur sobre la superficie de aquellos rostros inexpresivos y mudos como otras tantas pulgas amaestradas”.
A nadie se le escapaba que la familiaridad del cortejo, que tenía acceso a las habitaciones de la mujer a cualquier hora del día, tenía una gran carga erótica. Aunque la sexualidad fuera del matrimonio estaba absolutamente prohibida, era un secreto a voces que muchos hombres habían pasado de cortejos a amantes. El Censor daba razón irónicamente a los que insistían en que el pudor de las sacrosantas mujeres españolas las ponía a salvo de cualquier tentación:
«Sin duda que son hechas, por decirlo así, a prueba de bomba y que podrán caminar sobre brasas y meterse entre llamas sin recibir lesión. Serán, para hablar sin figuras, insensibles a la diferencia de sexo; podrán familiarizarse con un desconocido desde la primera visita, recibir a un hombre en paños menores y, aunque sea en cama, darle conversación al oído toda una noche o pasearse con él a la luna dos o tres horas a solas y dadas las manos, todo ello a sangre fría y sin exponerse al menor peligro.«
Otros autores menos circunspectos, como José Iglesias de la Casa, hablaban directamente de adulterio:
Una tarde fresca,
estando de gresca
con don Fructuoso,
a mi caro esposo
le hicimos cabrito
¡Mira qué bonito!