LOS CUENTOS DE LA LECHERA DE LA ILUSTRACIÓN 2/2

Los ilustrados estaban tan convencidos de que la fraternidad y la prosperidad universal estaban al llegar, que idearon sus propias utopías.

La utopía estaba al alcance de la mano. Quedaban muchos obstáculos por superar, pero la victoria llegaría en cuanto la mayoría se abriera a las luces de la Ilustración.

Se estaba luchando, sobre todo, contra los prejuicios que habían arraigado en las mentes por miedo a la verdad. Era una empresa difícil, pero, aún así, hacia el año 1760 los ilustrados creyeron que habían ganado las batallas decisivas y que la partida estaba ganada.

Habían llegado a los gobiernos de los principales países de Europa equipos de hombres ilustrados y los principios básicos de la Ilustración se habían hecho lugares comunes entre las elites.

Lo malo era que, aunque disponían de los resortes del Estado para llevar a cabo el proyecto ilustrado, seguían siendo pocos y estaban rodeados de peligros.

Lectura de Diderot

De ahí que cobrara tanta importancia la educación con el fin de hacer llegar a todos la verdad. Para los más optimistas, como Cabarrús, bastaba con “apoderarse de la generación creciente” y educarla en la luz del conocimiento, y en veinte años se borraban veinte siglos de errores.

Se estaban dando los pasos adecuados en la dirección correcta. La utopía estaba cercana. En muy poco tiempo los sueños de los ilustrados se harían realidad.

El sentimiento de la fraternidad se abriría paso en todos los corazones y la concordia imperaría entre las naciones. 

Primero, aseguraba Jovellanos, se acabarían las guerras en Europa y sus países se unirían en confederación y, luego, viendo la paz y la prosperidad de Europa, el mundo entero abandonaría sus estériles diferencias y se uniría en un abrazo fraternal:

«¿Quién no ve que el progreso mismo de la ilustración conducirá algún día, primero las naciones ilustradas de Europa y al fin las de toda  la  tierra,  a  una  confederación  general,  cuyo  objeto  sea mantener a cada una en el goce de las ventajas que debió al cielo, y conservar entre todas una paz inviolable y perpetua, y reprimir, no con ejércitos ni cañones, sino con el impulso de su voz, que será más fuerte y terrible que ellos, al pueblo temerario que se atreva a turbar el sosiego y la dicha del género humano?

¿Quién no ve, en fin,  que  esta  confederación  de  las  naciones  y  sociedades  que cubren la tierra es la única sociedad general posible en la especie humana?»

Lo decían los políticos en voz alta y lo cantaban los poetas. El áspero exilio del ser humano se había acabado y se habían vuelto a abrir las puertas del paraíso terrenal:

Hijos gloriosos de la paz,
el día del bien
ha amanecido;
cantad el himno de amistad,
que presto lo cantará gozoso y reverente
el tártaro inhumano
y el isleño del último océano.

El hecho es que algunos filántropos ricos no quisieron esperar a que la sociedad entera cambiase y pusieron en práctica los ideales de la ilustración en sus posesiones. Uno de ellos fue el duque del Infantado, el cual fundó una asociación de ayuda mutua para sus colonos.

Más tarde le imitaron la condesa duquesa de Benavente y su marido, los cuales llevaron la Ilustración a su señorío implantando una Sociedad Económica inspirada en la Sociedad Matritense de la que ambos eran socios.

Quien sí pudo llevar a cabo la utopía ilustrada a gran escala fue Pablo de Olavide al que, por su meritoria labor en el Real Hospicio de San Fernando, se le confió la dirección de las  Nuevas  Poblaciones. 

Los  estatutos  que  regían  a  los  inmigrantes  de  las  Nuevas Poblaciones fueron redactados por Campomanes y Olavide. En ellos se dibujaba una Arcadia feliz en la que los campesinos se conformarían con trabajar tutelados por una autoridad a la vez despótica y paternalista[677].

La plena dedicación de Olavide a este original proyecto no le impidió redactar varios planes de reforma integrales, como el Plan de Reforma Agraria, en los que se contenían operaciones magníficas como repartir las tierras que nadie había podido cultivar hasta entonces:

«Cuando yo me figuro que, con sólo repartir esta tierra perdida de baldíos, puedo ver en España en poco tiempo, un inmenso y nuevo número de labradores útiles, una infinita multiplicación de frutos y ganados, un comercio y circulación activa y laboriosa, y que estos mismos bienes producen otro fondo con que puedo ver a mi nación culta y pulida, llena de caminos cómodos, de puentes necesarios, de canales hechos, de riegos facilitados y otras mil obras públicas que, al tiempo que pulen y adornan a la nación, están siempre fomentando la población y agricultura, se inflama mi celo, y el amor que me penetra por mi patria se enciende en el más vivo y fervoroso entusiasmo.»

La labor de Olavide en las Nuevas Poblaciones terminó bruscamente con una condena de la Inquisición y su posterior exilio a Francia. Con el fin de reconciliarse con la Iglesia publicó El evangelio en triunfo.

En él se contaba la historia de un “filósofo desengañado”, que tras una vida disoluta, volvía a sus tierras y, al estilo de los filántropos ricos, se volcaba en organizar la vida de sus labradores y criados “dóciles, humildes, laboriosos y fieles” con una serie de innovaciones típicamente ilustradas.

Carlos III entregando tierras en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena

Esta utopía personal influyó en la novela de García Malo El benéfico Eduardo, cuyo protagonista, gracias a que fue educado por su madre en los principios ilustrados (entre otras cosas le dio de mamar ella misma), en su madurez fue aclamado como “padre de los pobres” y “héroe de la humanidad”.

Pablo de Olavide, por su parte, con El evangelio en triunfo logró el objetivo de ser perdonado y pudo regresar a España. Sin embargo, no cejó nunca en su entusiasmo utópico. Poco antes de morir elaboró un proyecto de lenguaje universal que el gobierno juzgó irrealizable.

Hubo otras utopías personales que no salieron del papel, como la que escribió Cadalso en una de sus Cartas Marruecas.  En ella se hablaba de un hombre que, hastiado de las vanidades y afanes de la vida urbana, se había retirado con su familia al campo.

Allí los labradores tenían a su señor por “un dios tutelar”, porque bajo su dirección habían hecho “de un terreno áspero e inculto una provincia deliciosa y feliz” y porque el amo se dignaba a entrar en sus casas a compartir sus alegrías y sus penas.

Otra utopía personal más curiosa fue la que recogió el periódico El Censor. Un rico mecenas se pasaba el día con catorce científicos y técnicos con los que planeaba las innovaciones que luego mandaba que experimentaran sus colonos en sus tierras.

Si los experimentos salían mal a los colonos, cosa que  sucedía  pocas  veces,  el  mecenas  les  indemnizaba.  El  inquieto  mecenas  había obtenido, de este modo, grandes beneficios económicos y un entretenimiento intelectual muy digno y muy a tono con los tiempos que corrían.

Tanto la reformas que habían llevado a la práctica algunos nobles filántropos en sus dominios, como las utopías personales que no salieron del papel, se caracterizaban por un marcado carácter paternalista. Estas últimas tenían, igualmente, muchos elementos narrativos en común.

Un hombre con gran capacidad intelectual y de gran corazón, hacía que los campesinos, que no se lo habían pedido y que tampoco tenían la posibilidad de oponerse, introdujeran una serie de técnicas innovadoras que traían la prosperidad.

A este hombre bueno y superior a causa de sus sentimientos humanitarios y de sus obras caritativas, los campesinos agradecidos lo amaban y lo adoraban como si fuera el mejor de los padres.

Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor